A las puertas del 2022 y los pregones son más que oficiales: vamos de culo. Y no hace falta ser Nostradamus para ver que nada cambiará en los próximos diez años, porque no hay ningún tipo de voluntad. La fisioterapia que camina a dos velocidades y les sonríe a unos, dilapida a otros. Compañeros de pupitre todos, pero quebrados por la necesidad de subsistencia de una profesión que ni está ni se la espera en los ámbitos de equipos hospitalarios multidisciplinares, por más que haya fisioterapeutas luchando por visibilizarla. Podría haber cien como esos, que mientras nadie con mínima consciencia de lo que supone esta profesión acceda a un poder real, todo serán buenas palabritas y buenas intenciones. La sentencia de muerte de esta profesión, como una realidad sanitaria global integrada en equipos de atención socio sanitarios, ya está firmada. Lo está y lo estará gracias al sistema paralelo de clínicas de fisioterapia privada que hemos creado en todos los barrios de todas las ciudades del país, que sirve para perpetuar un modelo de atención obsoleto desde su nacimiento, pues son pocos y contadísimos los ejemplos y casos de estos lugares, que acogen y tratan a los pacientes en toda su esfera. Hablo de un holismo real, no de pamplinas. Hablo de cosas tan tontas como derivaciones a psicología, sesiones clínicas, de conversaciones fluidas con un traumatólogo, tener la potestad de reclamar y comprender las pruebas de imagen de un paciente, que un facultativo de explique una enfermedad de base que afecta a un paciente, que la enfermera de turno te advierta de algún nuevo problema con el paciente o que acudan a tu chiringuito, pacientes con patología real.