Pudo ocurrir en cualquier camilla, de cualquier cabina, de cualquier clínica...pero no ocurrió. Ahora podría contarlo como una de las grandes andanzas, ese mito que se inicia cuando estás en la universidad y piensas en la posibilidad de que eso ocurra, cuando tú seas un profesional y atiendas pacientes. Quizá donde menos esperara que pudiese suceder fue allí, o bien sí, porque Francia se aleja de esos clichés tan marcados como tapados que a nosotros nos dio la vieja fe cristiana. Que sí, que sí, que estoy hablando de lo único.
Porque imagina tú, aquel paisaje idílico en plena montaña francesa, besándole los quesos al Courchevel y donde llovía más días que no. La mayoría de los pacientes que atendíamos eran una especie de masa deforme y apestosa, gorda y churretosa, francesa y pronunciadamente seniles o reumáticos. Ni uno se salvaba, vaya. Las mujeres parecían venir salidas directamente de las piscinas de formol, de algún tipo de investigación antropológica o de casa/museo de los horrores. Los hombres...¡ay los hombres! ¡Que penica! Algunos pretendían caerte simpáticos, otros, directamente siesos que supuraban almizcle como las ratas y, los que más, una panda de viejos salidos asquerosos que estaban encantados de que chicas jóvenes inexpertas, como yo o mis compañeras, les pusiéramos la mano encima, pues aquello debía ser para ellos lo más parecido al sexo en los últimos treinta años de sus vidas. Había días que una no sabía si trabajaba como fisioterapeuta,en una conservera de pescado untando lomos en aceite antes de envasar, o en una especie de puticlub encubierto del cual éramos esclavas.
¿Cómo iba yo a imaginar entonces que entre tanto despojo pudiera asomar alguna florecilla? Con la misma desidia de siempre, aunque con mucho humor, los compañeros nos asomábamos con temor a ver la lista de Monsieurs y Madammes que teníamos que atender cada día, para hacernos una idea del volumen de reses que atenderíamos. Eran sesiones de veinte minutos las que teníamos que dar. Veinte minutos clavados que por supuesto nadie cumplía. Recuerdo que mi amigo Borja tenía el record de corta duración, solía cortarlas a los 12 minutos. Yo en cambio, por aquellos tiempos era algo más pardilla, y era más estricta con el tiempo por paciente, dejándolo en diecinueve minutos, para pesar de mis nudillos por las noches.
Aquel día aparecía apuntado en el último hueco de la mañana un tal Monsieur Ricard, nombre nada sospechoso para mí y que ya imaginaba como un paciente reumático más al que bienuntar con la mantequilla aquella que nos daban a modo de crema. Acabado mi penúltimo paciente del día, salí yo con mis ojeras de la fiesta de la noche anterior (malditos ocalimochos) a darle la bienvenida al misterioso señor cuando...¡la madre que me trajo!
- Monsieur Ricard - temblaba
- Oui, Ricard Villeneuve - respondió mientras se levantaba
Os lo juro por la tierra. ¡Estaba más cerdo que el queso roquefort! ¿Aquello era un paciente? Es más. ¿Era aquello un ser humano? Una estatura perfecta, una cara perfecta, un cuerpo perfecto y una voz perfecta...con sólo un gesto yo estaba taquicárdica y supongo que más roja que un tomate. Un par de amigas que salían a llamar a sus pacientes lo fliparon bastante cuando le vieron. Después de recuperarse, sentí sus miradas sobre mi cogote y sus vocecitas cuchicheando sobre el pivón que me tocaba tratar. Que pena no haber tenido más edad. Y más tablas. Lo único que supe hacer fue agachar la cabeza, casi apesadumbrada o intimidada por aquel resplandor humano. Le dije que pasase por favor, mi voz, siempre enérgica, ahora era casi un hilo. Cuando se metió a la cabina su olor me embriagó por unos instantes, era el aroma de la evolución humana, ¡Darwin! maldito seas, cuanta razón tenías. Monsieur Ricard iba un paso más allá. Justo antes de cerrar la puerta, una amiga me miró e hizo un gesto inequívoco que apuntaba hacia la suerte que yo tenía en ese momento.
No puedo comentar mucho de la sesión. Los veinte minutos, o treinta que casi estuve, parecieron más bien treinta segundos en los que, sin a penas intercambiar tres palabras en mi francés nefasto, me tenía más drogada que si hubiera bebida la pócima de Panoramix. ¿Se puede una enamorar en una sesión de fisio? Yo, desde luego, sí. Al terminar, después por la noche, en la residencia donde nos alojábamos, mis amigas no dejaban de asaltarme a preguntas. ¿Y quién es? ¿Y cómo tienes tanta suerte? ¿Y cómo aparece un paciente así? Las preguntas se sucedían, sin a penas respuesta, y aunque a modo de curiosidad y de risa, a mi me hormigueaba la tripa y no sabía dar cabida a lo que me pasaba. Era más el morbo y la curiosidad que otra cosa, pero estaban ahí y seguirían estando toda la semana, pues aún me quedaban cuatro sesiones más con aquel HOMBRE. Tras largos debates, llegamos a la conclusión de que semejante pivonazo sólo podía estar ahí por dos motivos. Uno: era una espejismo, una alucinación que habíamos experimentado todas, el efecto producido después de muchas horas respirando aquella grasa contenida sobre el balneario, que nos había hecho delirar e imaginarnos una persona que no era. Dos y más probable: como todas habíamos tenido la misma visión, no podía ser una alucinación común en tantas personas, se trataba en realidad de algún enchufado, hijo del jefe o amiguito especial de alguien, que pasaba unos días alegres de verano por allí y que aprovechaba para darse algún masajito. Se suponía que el servicio que dábamos era sólo para enfermos reumáticos y pacientes obesos mórbidos, Monsieur Ricard claramente se había colado. Por último, concluímos además, que un chico así, tenía novia seguro. Aunque eso quizá daba igual.
Me sorprendí a mi misma yendo a trabajar esa semana con una felicidad inusitada. También lo hice pintándome los labios de forma original para llamar su atención, o poniéndome guapa para camuflar las ojeras. Monsieur Ricard seguía apuntado el último de cada mañana y yo no quería parecer el adefesio del primer día. ¿Que habrá pensado? O...¿qué pensaba yo de todo esto? Menuda ilusa era, que pretendía que se fijara en mí o algo...Cada día de sesión era una brillante oportunidad perdida para nada, pues sabía de antemano que lo único que podía hacer era alargar aquellos veinte minutos oficiales con la esperanza de intentar iniciar un tema de conversación que jamás sucedía, no sólo por mi escaso nivel idiomático, sino por mi temblequera incesante cuando me acercaba a él. Pienso que debía notarlo, aunque a lo mejor imaginaba que era alguna técnica de vibración novedosa que una joven fisio trataba de aplicar a sus pacientes.
La semana corrió como la pólvora y el último día llegó para mi infortunio. Estaba de nuevo con él en la cabina, juntos ante el silencio y la grasa, que ahora parecía ambrosía. Aquel día me sorprendió hablándome mientras estaba en decúbito prono. Me contó algo así como que era de un pueblo cercano, que trabajaba de ingeniero y que...no se qué más. Daba igual, yo sólo pensaba en lo apuesto que era y en como mis manos, ahora algo más relajadas, se deslizaban por su cuerpo. Ese tono, esa tensión, esos músculos... ¡Vive la France! Se dejaba querer además, de algún modo me indicó un par de veces que le molestaba la escápula, así que a la escápula que fuimos. Y de boda también me hubiera animado si me lo hubiera sugerido allí mismo. Sin embargo, en lugar de eso, me pidió algo que me dejó totalmente noqueada. Me dijo que le molestaba el pectoral y que si podía hacer algo antes de irme. No sé ni cómo le indiqué que se diera la vuelta en la camilla. Yo sólo andaba con la idea de hacer un estiramiento antes de acabar la sesión, pero al girarse...Quizá en este punto se me haya olvidado comentar que en aquel sitio los pacientes se desnudaban casi ante nuestros ojos y se quedaban con una rídicula toalla que tapaba poco más que...Y en este caso ni si quiera tapaba. Sí joder, sí. Le vi todo. Y además andaba bien el muchacho. Y por encima esa tabla abdominal de fregar a mano por la que buen estropajo hubiera pasado. Joder.
Aún hoy lo recuerdo. Nunca más le vi. Terminamos la sesión, se vistió. Lo que allí hubo, allí quedó.¡Vive la France!
Entonces hubo tema, no?
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