lunes, 22 de febrero de 2021

Relatos de fisioterapia: El paripé

Todavía recuerdo mucho de mis prácticas como estudiante de fisioterapia. Antes de que todo se fuera a la mierda, aún guardaba mi pequeño resquicio de esperanza, que se veía reflejado en el buen hacer de algunos de mis tutores en las estancias clínicas que estábamos obligados a hacer para completar el número de horas suficientes de formación. Yo quería ser como ellos, como algunos de ellos, los que hacían un trabajo digno y levantaban pacientes cada día. No hablo de los otros, aquellos que iban simplemente a pasar el día entre pacientes, y aprovechaban que estuviéramos allí los alumnos para encalomarnos un trabajo para el que ni si quiera estábamos capacitados, con la excusa de que nos estaban enseñando cosas cuando no era cierto, pues lo único que querían era tomar el café correspondiente en cuanto tenían la mínima oportunidad de escaquearse. Debía ser muy larga la mañana para ellos...¡pero eso es ahora otra historia! Realmente, como digo, sólo me fijaba en los buenos. Como en aquella chica con la que descubrí que los fisioterapeutas, algunos, los elegidos, podíamos llegar a trabajar en la UCI de un hospital, en eso tan raro que llamaban fisioterapia respiratoria.


No me acuerdo de su nombre, pero si de su maquillaje excesivo. No sé por qué me dio por pensar que esa mujer se echaba demasiado pote en la cara y que no era aquello lo más aconsejable para los pacientes que trataba, encamados en la UCI, con medio esternón rajado por la cirugía y una capacidad respiratoria que había que recuperar. Quizá ese polvo facial podrían aspirarlo y...no sé. Con todas las medidas higiénicas que se tomaban para entrar ahí, ¿cómo es que nadie se percataba de que si un pegote de aquella argamasa caía en alguna mascarilla podía liarse una buena? Pero, en fin, imaginaciones a parte, aquel pote camuflaba en realidad las ojeras de un oso panda, las que la pobre tenía por echar más horas a su profesión que la carracuca. Tenía casi el piso pagado, pues después del hospital echaba muchas horas en una clínica hasta la noche y, los fines de semana, no lo gastaba en formación, como tantos otros fisios, sino en seguir trabajando con algunos pacientes a domicilio. Su novio le había dado puerta, porque según me dijo, casi no tenía tiempo para él y no es que la tipa fuera un prodigio de la fisioterapia, ¡que va! ¡Ni mucho menos! Era más bien justita. Lo que hacía en la UCI era sota, caballo y rey; ya olía a viejuno por entonces. No. Lo que verdaderamente me gustaba de ella era la cara que le echaba a todo. Los ovarios picudos que tenía aquella mujer eran increíbles, le hacían enfrentarse sin temor ni dudas a cualquier situación, a cualquier paciente, por complejo que pareciese. Y claro, echarle morro en la vida, siempre funciona. Quizá por eso ella tenía ya, siendo aún joven, ese puesto tan jugoso de trabajo por el que otros suspiraban. Amigos, ninguno, pero pacientes...todos. Y yo, una cagada toda la vida, sabía que tenía que quedarme con la mejor parte de todas aquellas enseñanzas, de las que sólo disfrutaría un mes.

Una buena mañana de aquellas, en la UCI, nos tocó una..."paciente especial". Se trataba de una mujer de unos setenta años. Su piel parecía un pellejo de vino y su cara, arrugada como una pasa, mostraba una ausencia bastante significativa. No miraba a ninguna parte y a todas a la vez, con una impactante falta de expresión. Acabábamos de ver una intervención de cráneo, bastante heavy, y yo pensaba que ya nada podía superar aquella rotación tan intensa en todo, pero esa mujer caló hondo en mi recuerdo. Nuestra tutora leyó el informe durante un rato, casi sin mirarla, como si la estupefacción que sus tres alumnos mostrábamos ante la encamada no fuese con ella. Tras ello, la miró y empezó a movilizarla los brazos, casi sin decirnos nada. Era raro, pues otra de las virtudes de aquella fisioterapeuta era la de explicarnos todo lo que hacía. Pero aquello no era fisio respi, simplemente era una cinesiterapia pasiva de sus miembros, la que practicaba con cuidado y casi sin dirigirse a ella. Después de un tenso rato, donde nos quedó claro que la pobre paciente ni si quiera era consciente de nuestra presencia allí, mi compañero Borja fue el único que se atrevió a preguntar que qué le pasaba. Tardó aún un rato en contestar, mientras mascaba bien qué contarnos.

- Bueno esto es...- dijo mientras miraba alrededor, asegurándose de que no hubiese nadie - Es una negligencia. A esta mujer le ha entrado una pompita de aire en la sangre.

- ¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Una pompita de aire?

Aquella pregunta nos la debimos hacer todos en ese instante. Y sí, el sintagma "una pompita de aire en la sangre" se me iba a quedar grabado en la mente para siempre. Si una cantidad considerable (no mucha) entra en la sangre, se pueden producir émbolos, rotura de vasos, infartos...y todas sus terribles consecuencias. En el caso de aquella mujer, una mala praxis cometida por alguien, había provocado que entrara en su torrente sanguíneo el aire suficiente como para derivar en algún tipo de isquemia cerebral, cuyo resultado era el que ahora veíamos, una especie de muerte neurológica sin sentido. Todo esto no nos lo explicó como tal nuestra tutora, lo supe yo después indagando, pues ella se encontraba incómoda ante la situación, así que finalizó su trabajo y nos sacó de allí a una sala más discreta donde no había nadie y nos dijo:

- No digáis nada, pero claro, como la han cagado, ahora intentan darle todos los servicios y atenciones posibles a esta mujer, mientras permanece en el hospital, porque aquí todo el mundo sabe que es una cagada, pero no habrán tomado una decisión aún.

Y aquella fue toda la explicación que merecimos recibir tres estudiantes de prácticas de fisioterapia. De aquella mujer, nada más supe. De la fisio, menos. Y de este modo tan abrupto terminó aquella rotación, después las prácticas, luego terminó la carrera, nos hicimos fisios, y aquella historia cayó en el olvido. 

Un tío mío, muy supersticioso él y creyente de un montón de energías espirituales y cosas de esas, tiene como frase de cabecera una sentencia que también me suele acompañar: "Aquello que no se sana a tiempo, se repite en el tiempo, incluso generación tras generación". Siendo yo mujer científica, no tengo porque creer esa patraña propia de constelaciones familiares, pero es cierto que el eco de la misma rebota constantemente cuando algún episodio del pasado parece que te es devuelto en el presente, por alguna razón. ¿No os ha sucedido? Esto mismo es lo que me sucedió a mí una tarde cuando, quince años después, trabajando yo en uno de esos maravillosos hospitales privatizados del sur de alguna región, me piden que vaya a ver a una paciente nueva que por lo visto se encuentra en la UCI. ¿UCI por la tarde? Que raro, pensé...

En mi trabajo no existía un fisio que trabajase exclusivamente en la UCI, la organización tan pésima que teníamos entonces por parte de la coordinadora, hacía que a cuidados intensivos o a planta, sólo subiera la persona que le tocara a cada momento; por lo que aquella vez me tocó a mí. Cuando llegó la hora de subir, me encontré con algo que me resultaba poderosamente familiar. Era una paciente de unos cuarenta años, cuyo pelo castaño me recordaba al mío, aunque el suyo emergía más sucio de entre unas sábanas y un collarín, un elemento que no esperaba encontrarme. ¿Un collarín? Alguna intervención cervical, pensé. Espera, yo no sé si estoy preparada para esto. 

Justo en ese momento miré a sus ojos y encontré en ellos la misma expresión vacía de contenido que había visto en la señora que vimos ese día en las prácticas, quince años atrás. Pompita de aire. Como si un relámpago me hubiera caído, me sentí en ese momento sobrecogida. ¿Cómo era posible? Me encontraba de nuevo ante una paciente sin respuesta neurológica voluntaria, sin consciencia si quiera de si misma, del mismo tipo que yo ya conocía. La historia parecía repetirse pero esta vez había algunas diferencias importantes. La primera es que no había alumnos de prácticas y que la única fisio responsable en ese momento, era yo misma. Sentí un abismo insondable ante este hecho, sólo quería que la tierra me tragara. La segunda diferencia era que yo no tenía ningún informe, ni nada...ni si quiera sabía por qué me habían mandado a mí allí. La tercera era que yo no llevaba pote, pero me toqué la cara para comprobar si esto era cierto, o si de pronto estaba soñando y mi había convertido en la misma fisio que un día me enseñó.

Eché un paso atrás, cogí aire, miré alrededor y analicé la situación. Estaba prácticamente sola, con la única compañía de dos lejanas auxiliares de enfermería y los pitidos de las máquinas. La cama de la paciente estaba en una zona apartada, premeditadamente, intuí. Me dirigí hacia las compañeras para preguntarles por la paciente, pero eran dos sustitutas de turno de tarde que se limitaban a cumplir lo que les decían las enfermeras y los médicos. Pero claro, eran las siete de la tarde, por allí no había casi nadie más. Así que me bloqueé y me marché, sin tocarla. Tenía claro que aquello era lo suficientemente raro como para necesitar más información antes de hacer nada. Llegué al ordenador, introduje los datos de la mujer para ver qué información podía encontrar. Sólo había algunos informes básicos, un preoperatorio correcto para una intervención en la cual le iban a poner una prótesis de cadera por un desgaste prematuro del cartílago, sin causa conocida pese a las pruebas de imagen. Pero después...nada. Ni informe de la cirugía, ni del rehabilitador, ni nada en lo que se referenciara por qué llevaba collarín...Mi coordinadora tampoco estaba presente para decirme por qué me habían puesto a aquella paciente y qué se supone que debía hacer yo con ella. 

A la mañana siguiente sentí que me temblaban las piernas otra vez al ver el nombre de la paciente nuevamente en mi lista. Sin dudarlo, pero temerosa, me dirigí a mi coordinadora y la pedí hablar con ella.

- Dime 
- Es por la paciente de ayer, la de la UCI...- comencé.
- ¡Ah si! ¿Qué tal? 
- Bueno, es que no he encontrado nada sobre ella, no hay ni una sola pauta, ni un informe...no sé
- ¿Qué mas te da? Si es una paciente de UCI, pues ya sabes, haz lo que puedas con ella.- Noté que comenzaba a ponerse nerviosa por mis preguntas, hacía gesto con las piernas de querer irse a otra cosa.
- Ya pero...¿y qué hago? ¿Qué le pasa?
- ¿Que qué haces? - me repuso con su habitual simpatía - ¿No sabes hacer tu trabajo? ¿Te tengo yo que explicar lo que tienes que hacer?
- No...
- Ya sabes, pues un poco de respi y lo que te digan los médicos, si te dicen que la muevas o algo.
- Pero si es que no hay médicos
- Bueno tu haz lo que debas, tampoco te preocupes mucho, sube y lo que puedas- concluyó.

Puede que ella creyera que aquellas palabras me iban a tranquilizar, pero consiguieron justo el efecto contrario, colmarme de más incertidumbre todavía. No pude parar de mirar el reloj aquella tarde hasta que nuevamente me tocó subir y enfrentarme a la paciente. Esta vez no iba a dejarla sin hacerle nada. Me acerqué a ella, sorteando cables y aparatos. La mirada vacía me recordaba todo el rato la pompita de aire. Sin saber qué hacer, hice lo mismo...moverla brazos, piernas...Traté de incorporarla, no había nadie para ayudarme, así que desistí. Lo poco que sabía de respi me resultaba inútil. Salí de allí cabizbaja y meditabunda. Así estuve los días siguientes.

Una noche necesité contárselo a mi pareja. Él se dedicaba a la informática, así que poco me solía comprender, pero era un buen escuchador y le gustaba mucho que yo le contara historias de pacientes, un mundo muy alejado al suyo de unos y ceros. Lo que menos me cuadraba de todo aquello era el collarín y el silencio por parte del hospital. Nadie decía nada, nadie parecía reparar en aquello. Y sin embargo, habría una historia detrás de esa persona. Una familia que venía a visitarla y a la cual yo no tenía acceso. Mi chico me aconsejó que volviera a hablar con mi jefa y le dijera lo que sentía, que yo estaba superada por la situación, que no entendía nada de lo que sucedía y que por qué nadie me daba una explicación. Sin embargo, la respuesta a todas mis preguntas no me iba a llegar en donde tendría que haberme llegado...

Agotada, un día de aquellos, terminé y me fui al vestuario. Mis compañeros ya se habían ido, quedaba yo sola, que últimamente andaba lenta para todo. Mientras abría mi taquilla, en aquel sótano hacinado donde nos cambiábamos, me llegó una conversación en un pasillo de al lado. Creo que no habían reparado en mi presencia, eran dos residentes de anestesia, a los cuales yo había visto otras veces pues había coincidido con ellos. No habían reparado en mí, pues no podían verme, así que intenté ser sigilosa. Hablaban discretamente, pero suficiente como para captarlo. Pompita de aire. Su conversación me dejó helada:

- Pero entonces, ¿qué le pasa?
- ¿No te has enterado? Si lo sabe todo el mundo en realidad, pero no dicen nada.

  Yo debía estar también en el grupo de los ignorantes.

- Pues tío, que se les partió la camilla en mitad de la operación.
- ¿Qué dices?
- Sí. Al parecer en la zona de cabecera...cedió. Y claro...
- Joder - dijo el otro chico. Pero yo también lo exclamé hacia mi interior.
- Fractura cervical, seca. No sé a qué altura, pero vamos, que no responde. Desde entonces no responde. Y claro, no saben que hacer.
- ¿Qué dices tío? ¡Que fuerte!

Se callaron unos instantes, los justos para que yo visualizara la escena. Unos cirujanos, un quirófano, una mesa que cede y en mitada de la intervención se va todo al garete.

- Si es que no ves que compran material de mierda, pues luego pasa lo que pasa. Seguro que estaba echa una pena la mesa y nadie la revisó ni nada
- Ya, es increible.
- Y aún no le han dicho nada a la familia, ni se lo van a decir,
- Vamos, es que...vaya marrón. ¿Y qué le han dicho?

El otro tardó un rato en contestar. Pensé entonces que me habían escuchado, así que me puse la ropa con la misma velocidad que sigilo.

- Pues nada, y no les van a decir claramente. Ya sabes, riesgos de toda intervención, consentimiento informado y bueno, si la familia busca, no van a encontrar. No pueden. Aquí cierre de filas, ya sabes.
- Ya...
- Pero vamos, que una mierda. Yo en cuanto pueda me voy de aquí, es mi último año y no pienso estar ni un minuto más, no jodas...vaya puto hospital.
- Ya, si están locos aquí. Y no te dicen nada.
- Porque no saben ni qué hacer, pero al final escurrirán el bulto hacia otro y ya está.
- Sí, es eso.
- Pero si fíjate como será, que cuando echan a un médico le hacen firmar antes de irse una cláusula de confidencialidad antes de irse, para que la prensa no se entere bajo ningún concepto de las cosas que pasan por querer ahorrar pasta en los pacientes.
- Ya, pues toma.

Yo ya había terminado, así que me acurruqué en el banco a esperar a que se fuesen.

Mis ojos estaban llorosos, pero mi corazón estaba cargado de rabia. Otra vez una negligencia, una pompita de aire en el sistema. Y el problema no era el hecho de la negligencia en sí, sino el por qué se producía (una falta de medios) y, sobre todo, la manera de ocultarlo a la luz de la propia familia. Consecuencias derivadas de la cirugía...aquí pan y después tortas.Y en medio de todo eso, ignorante como pocas, la tonta del bote, o sea yo. La historia se repetía, las palabras de mi tío cobraban entidad y yo como una gilipollas, me dije que eso no podía quedar ahí. Esa misma noche me juré en silencio que al menos daría una respuesta y que, al menos, lo diría en el hospital. 

Cargada de la energía que me daba la rabia, pensé en ver al menos una vez más a la mujer antes de dirigirme a mi coordinadora por lo que me parecía una escándalo. Mandar a una fisioterapeuta sin información a tratar casi a ciegas a una paciente en UCI, una paciente que es fruto de una negligencia que no se quiere asumir y a la que se le dan todas las atenciones mientras se posterga el hecho inevitable a afrontar. Hacer un paripé en toda regla, que parece que hacemos algo mientras pensamos como salvar la papeleta. Así funcionaba ese hospital. Pompita de aire. Y así funciona.

Cuando llegué esa tarde a la UCI, me dirigí a ver cómo estaba la paciente...Las auxiliares me informaron de su traslado a otro hospital, a uno de los grandes. La jugada les había sido perfecta y allí, escurrieron el bulto y ahora sólamente yo era testigo silenciosa de toda aquella injusticia. ¿Cómo creerme? ¿Cómo iba a contactar a la familia? El miedo me atenazó. Si quien tenía el poder de hacerlo no hacía nada, ¿por qué iba a ser yo? ¿Por qué me tenía que auto exigir una denuncia de algo que no denunciaba quién tenía el poder? Una losa demasiado pesada que llevar. Una losa que no tendría que estar cargando yo, si no aquellos que han querido silenciar ese hecho para siempre.




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