En aquel centro de día la luz que se filtraba por el techo era la única esperanza entre aciagas sombras. Lugar de aspiraciones a la muerte, de caminos complejos que sólo llevan a esperar nuestro destino...allí estaba ella. Cuando llegué no era más que otra olvidada, una flamenca que pasaba allí sus momentos, sin encontrar respuestas y sin una mano amiga que le ayudara. Haber perdido la cabeza no significaba haber perdido el corazón, pero eso los demás no lo entendían y ella...no podía explicarlo.
Decían que una vez caminó. ¿Cómo no? Todos hemos sido jóvenes. Sin embargo había en ella un brillo extraño en el mirar, más allá de no reconocerme o confundirme con quien fuera. Pronto establecimos lazos únicos, yo era el fisio, sí, y ella era...una paciente...de algo...algo le pasaba, ¿pero qué?
No nos engañemos, los centros de día son lugares demasiado inhóspitos. Una suerte de útil hipocresía social donde dejar a nuestros mayores, que ya estorban y nos impiden trabajar. Cegados por la espiral del mundo en el que necesitamos subsistir olvidamos lo más básico y nos decimos a nosotros mismos que ya no podemos cuidar de ellos. Y como las mentiras mil veces repetidas se convierten en verdades, nos escudamos en ella para lavar nuestra conciencia y creer de verdad que no se puede. Pero allí los ancianos están sólos, no porque no estén acompañados de gente, a veces formidable, a veces no; sino porque en ellos la soledad se manifiesta como el miedo a lo que saben que es cierto. Y no está la gente que ellos necesitan para sufrir. ¡Si hasta nos olvidamos de la mujer que un día nos parió!
Y aquella mujer me miraba desconsolada, queriendo encontrar algo. ¿Por qué no camina? -me pregunté una vez. Después lo pregunté en voz alta, pero nadie sabía responder. Sólo sabían que la habían traído un buen día, en silla de ruedas, que la habían operado de no se qué y que no podía andar. Sin embargo, después de leerme bien su historia supe que no había ningún impedimento para ello. Al menos ningún impedimento físico. Pero que si existía una barrera terrible en el corazón de muchas personas y que les había llevado a convertirse en ciegos evidentes de su pequeña desgracia. Fue entonces cuando en algún momento entre esas miradas, nos comprendimos, nos sonreímos y nos amamos porque sabíamos que lo haríamos. Y fue entonces cuando simplemente le di la mano y ella se levantó.
Entonces me llamaron héroe. Acababa de acometer el milagro de la vida, había hecho caminar a una persona que estaba postrada en una silla de ruedas. Era una especie de mágico Jesucristo salvador que venía a traer la esperanza a los viejos corazones. Me adularon y agasajaron y hasta me consideraron bueno en mi trabajo. Yo nunca supe qué pensar o qué decir. Ella se paseaba, chula, mirando a los demás que la vitoreaban a cada paso. Pero yo en mi fuero interno sabía que no había hecho nada especial. Nada de fisioterapia. Nada milagroso. Sólo había comprendido a una persona.
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