jueves, 2 de febrero de 2017

Relatos de fisioterapia -> Cuando dejé tirado a un paciente

A veces, sólo muy pocas veces, abro la cajita de las miserias y la miro así como imprudente, en una mezcla de curiosidad y desasosiego. El problema suele ser que cuando la abro, estas miserias empujan fuerte y quieren salir todas en tromba y golpearme en la cara sin piedad, como venganza por los años sufridos. Y aunque intento cerrar la tapa rápidamente, siempre hay alguna que logra escapar y se me adhiere a la duramadre, con tegumento propio del pasado al que pertenecen, aún vivas por lo que un día hiciste o no hiciste. Entonces sólo me queda agachar la cabeza, resignarme y reconocer. Y puede que contarlo también ayude a paliarlo.


De una clínica en la que trabajé sustraje un paciente. Juro por mi profesional honor que no le incité a que dejara la clínica y continuara conmigo por privado, para así ganar yo más dinero. De hecho, aquella era una de las pocas clínicas que no pagaban mal, a pesar de ser falsos autónomos y de que el dueño se quedara con un buen porcentaje de cada tratamiento nuestro. Fue el propio paciente el que me lo pidió, me dijo que si yo no trabajaba a domicilio, que él pasaba de tener que acudir todos los días hasta aquel sórdido lugar, que por favor fuera hasta su casa, que él tenía camilla propia y que me pagaba directamente. Si total, ya tenía el diagnóstico médico, rotura del cuerno posterior del menisco interno. Y él mismo se había configurado su propio tratamiento, conservador, cero de operarse, que pasaba porque confiaba en mis manos. Ejem.
No pude sentirme mal por ello y, siendo sinceros, mal no me venía cobrar un extra, así que me planté en su casa. Vivía en 330 m2 de piso en uno de los barrios más ricos de la ciudad. El más rico seguramente. Eran un matrimonio sin hijos y con un mayordomo, lo cual de primeras me dejó cohibida. Luego me terminé acostumbrando. Yo pensaba que esas cosas sólo existían en las películas, pero esta profesión te abre las puertas de muchas casas y de muchas realidades, las mismas que visten a una persona con cofia y la tratan como a un ser inferior sirviente. Incluso dormía allí, era interno. Me recuerdo, cortada, cuando me dijo que qué quería. El dueño respondió por mi, un vaso de agua y un poco de queso, muy rico por cierto. El vaso no sé de que era, cristal de refuerzo o yo que sé, pesaba de la ostia. Y ahí abrí su camilla, una casi prehistórica, de cuando tenían un masajista que les venía a casa a sobar la espalda durante un ratito. Ahora no necesitaban eso, querían una buena fisio profesional, la única que paliaba sus dolores de rodilla. Y de paso tratar también a su mujer, drenajes linfáticos en su pierna elefanteada. Régimen pasaba. Dos por el precio de dos. ¿Qué cuanto por sesión? Tonta de mí, pedí como a todos.

Así, a lo tonto, pasó un año. Yo que iba para allá, un par de días por semana, y aunque no hacía nada especial, salvo decoaptar un poco la articulación machacada del hombre o intentar mejorar la circulación linfática de aquella obesa mujer, ellos estaban encantados conmigo. Sobretodo la mujer, que me utilizaba para distraer al marido, que no se enteraba de nada. Ella aprovechaba mi rato para bajar a fundirse la visa con compras, tenía la casa llena de exhuberancias, joyas y riquezas que hubieran paliado dos años de hambre en África. Incluso un Manet oroginal colgaba de la pared de la entrada. Tentada estuve de llevármelo para solucionar mi vida entera con su venta.

En ese tiempo yo tenía que seguir subsitiendo como fisioterapeuta, abrirme camino. Empecé a tener serios problemas en la clínica, por mi voluntad de hacer cursos y faltar al trabajo, aún a costa de mis no pagadas vacaciones. El médico jefe no lo comprendía. De modo que opte por largarme de allí en cuanto fuera posible. Pronto me vino una oportunidad, un nuevo desafío: me contrataron para ser fisioterapeuta para un centro de día municipal. ¡Un contrato! ¡Por fin! Adiós que me las piro, que estás revirao. Y me planté en ese lugar que, sin saberlo, marcaría bastante mi carrera profesional. El centro de día era una bofetada de realidad que te azotaba lo profundo de los tuétanos, una suerte de almacén de precadáveres humanos, que habían perdido toda muestra de cordura, azotados por enfermedades demenciantes y con tantos años como dolores. A todo ello había que sumar la desgraciada falta de recursos de ellos y sus familias, el edificio estaba en el epicentro de un barrio muy humilde, por eso de que está mal visto decir más pobre que las ratas que lo circundaban.

Durante un tiempo compaginé todo. No me sentía especialmente útil en mi nuevo trabajo, sin embargo las trabajadoras de allí me manifestaban que estaban muy contentas conmigo, y los ancianos también. Yo que miraba sus caras, y como que no veía esa satisfacción, sólo los rostros del extremo cansancio de vidas jodidas. Cuando terminaba mi media jornada me iba directa a casa de mis dos pacientes ricachones. Ellos tenían la misma edad que los otros para los que trabajaba en el centro municipal y sin embargo, eran dos realidades tan opuestas...Venía de la austeridad, el padecimiento y el olvido, en plena crisis además, y me catapultaba directo a la falsedad, la injusticia del poder, la poca valoración de lo que se tiene, lo oprobioso, la ostentosidad y el lujo. Parecía imposible que ambas realidades convivieran en el mismo planeta. No sólo en el mismo planeta, en la misma ciudad, a poca distancia unos de otros, sólo separados por barrios. El golpe era brutal. En menos de media hora mi hígado no era capaz de trabajar lo suficiente como digerir todo aquello. Y así me iba yo día tras día comiendo banalidades y sandeces, escupida por boca de quien no había tenido que hacer el mayor esfuerzo en su vida, recién salidita del cruel abismo del olvido. Y la sangre se me iba envileciendo día tras día.


Hasta que un día ya no pude más. No sabría explicarlo, es más, todavía hoy no sé explicarlo bien. Fue como si algo en mi cabeza dijera: ¡basta!. No puedes aguantar esta injusticia. Vale, no me habían hecho nada malo especial. Y me pagaban religiosamente. Y aunque siempre había sido profesional, quizá hasta esa fecha, también era humana. Ya había tragado muchas cosas en el ámbito laboral, pero aquello chocaba contra mis extraños principios, esos que hacen que me ponga de muy mala leche cuando contemplo las injusticias sociales. Ver tanta diferencia, tanto ostia de clasismo, me hacía sufrir. Sentía que ese no era mi lugar. Sentía que no me valoraban, aunque no era cierto. O más bien, que no valoraban lo que tenían. Y yo era una cosa más de las que tenían. Y no me preguntéis por qué, ni de qué manera, ni cómo, pero un buen día les dejé tirados, así, sin más. El señor y la señora de aquel palacio se quedaron sin su fisio. Llevaban más de dos años conmigo. Podían tener todo lo que querían, podían comprarlo todo a golpe de una de sus abultadas tarjetas. Pero no me podían comprar a mí, no me podían tener a mí. Sentía que necesitaba librarme de ese peso, tal y como hice. Algo me amargaba la garganta durante el trayecto entre el centro de día y su casa.

Cuando cuento esta historia me llaman gilipollas. Gilipollas por haber perdido dos pacientes con los que trabajaba de golpe, aunque ya no sabía ni qué hacerles. Gilipollas porque era un dinero semanal asegurado y la cosa no estaba para bromas, precisamente. Quizá ahora que lo sabéis, también me lo llaméis. Y no es que me sienta orgullosa de ello. Dejé de cogerles el teléfono cuando, de pronto, un día no fui. Me reventaban a llamadas que nunca descolgué, hasta que se rindieron. Tardaron, pero se rindieron. Habían perdido algo. Una de esas pocas cosas que no podían comprar. Y yo, por suerte, había liberado a mi espíritu de algo que no comprendía y no le hacía bien. Les dejé tirados, sí. Pido perdón a mi profesión, tuve que hacerlo para salvarla.

1 comentario:

  1. El trabajo es negro es delito, los fisios hacen mucho daño con eso. Deberíamos denunciarlo. Hay que pagar impuestos para tener sanidad, no hacer fisioterapia en negro para hundirla (y luego ir a las manifestaciones de la marea blanca porque queda muy bien).

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